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Simulacros de cimiento

Exposición individual de Sofía Salazar Rosales

Simulacros de cimiento

Exposición individual de Sofía Salazar Rosales

10 septiembre - 26 octubre 2024

Créditos

Juan Felipe Paredes

Goro Studio

Dosier

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Grados cero y la tierra húmeda que los arquitectos llaman suelo malo.

Lejos de las costas, los cuerpos que se jactan de altura se llaman edificios. Para alcanzarla, máquinas enormes y ruidosas excavan en el suelo, construyen muros de contención. En este espacio, que se resguarda de las constituciones orgánicas, el terreno es perforado con gruesas vigas texturizadas que se levantan y a las que se adhiere el cemento vertido. Estas grandes cápsulas subterráneas se enfrentan a los constantes movimientos que resultan de los fuegos del manto y a la pesada humedad del barro y la arcilla. Mitologizo sobre la construcción de edificios en un intento para llegar a las fibras simbólicas de la altura.

Como poética, la altura resuena con distintas sensibilidades culturales en incontables latitudes: templos, árboles, astros. Particularmente, la altura de un edificio trae consigo el susurro ahogado de la naturaleza, que amenaza con destruir la tranquilidad de su sistema cuidadosamente elaborado, al igual que la pregunta por el destino de sus trabajadores. Desde el observante, la altura levanta nuestras cabezas y nos empuja hacia atrás, desbalancea nuestro centro gravitacional y quiebra nuestros cuellos. Contrario a nuestra experiencia, los sujetos que la artista construye se encorvan. Sobre estas tensiones y bajo la sigilosa observación de cabezas coaxiales de racimos de banano desplazado y descartado, ancestras y testigas de un constante viaje, Sofía Salazar Rosales (Quito, 1999) dibuja y construye con materiales cercanos a la construcción y el comercio los espacios que contienen la memoria afectiva de la gente, los trabajadores y los sujetos pasajeros. El trabajo de Sofía inscribe la memoria del agua, la misma que dota de cuerpo al cemento que constituye las ciudades y que representa también su mayor amenaza. Esta selección de obras presenta la exploración paralela que Sofía ha venido desarrollando alrededor del cansancio y sus diversas manifestaciones en cuerpos no limitados a lo humano.

Gracias a un espacio suspendido y provisto, este cuerpo de obra encuentra —frente a la insuficiencia de los discursos ya asentados sobre el trabajo agrícola y el desplazamiento que viene con él— articulación dialectal en la gestualidad: una cadencia en la gestión física de las piezas para erguirse y una serie de características tonales en la materia que las constituye y que inevitablemente llevamos con nosotros al salir de la sala, en las yemas de nuestros dedos, las suelas de nuestros zapatos y las fibras de nuestras prendas. Estas obras, alegorías construidas, protegen al sujeto de ser ojeado, retiran su imagen del centro de la discusión, ensayan sobre sus fisicalidades, sensibilidades y sujetos de afecto. Observo su tambaleante camino y me vuelvo testigo de su descubrimiento de sistemas estructurales propios para altura. Cuerpos que están a la espera de algo curvan sus espinas dorsales, en sus hombros reposa Yemayá, la deidad Yoruba asociada al mar, también en la Santería cubana, presente en collares de protección y resguardo.

En estas exploraciones subyace otra poética, que tiene que ver con los efectos del viaje y del desplazamiento en la memoria y las formas de relacionarse de pueblos enteros en Latinoamérica y el Caribe, las secuelas del desarraigo y un consiguiente poder enunciativo en el tránsito. Durante los últimos meses, el plástico con el que Sofía ha cubierto el suelo de su taller ha sido testigo de la producción de sus piezas, sus génesis y sus partidas. Existen blogs new age de autoayuda que recomiendan pisar el suelo descalzos, tocar el césped de vez en cuando para reconectar con la tierra. Descalzos, pisar las escamas que se liberan de los cuerpos producidos por Sofía implicaría perforar nuestras pieles con acero oxidado. El suelo atestigua su paso, el de sus piezas y el de los visitantes en la galería; guarda consigo la memoria de ellas en dibujos que se desvanecen con la llegada de la gente que viene a atestiguar su presencia.

Los bananos, parte ya de la poética de Salazar Rosales, están ausentes. 'Estamos en presencia, únicamente, de su cultura. ‘Las líneas grabadas en las rocas nos revelan el primer impulso del arte hacia sus símbolos. Su lenguaje larvado repta sobre la pared rupestre y, al descender al hogar, rodea la cintura de la cerámica más antigua. Entre las estilizadas figuras de los ciervos y los jabalíes, dibujados para espejo de muerte, brilla la más remota poesía del hombre, casi independiente de las formas animales, leve como una aurora. Por entre los ejidos del inconsciente y los contornos de la primitiva obra manual, asoma su destello en un hilo de hierba sanguínea'. (César Dávila Andrade)